miércoles, 4 de agosto de 2010

Localización de Diego Fernández de Cevallos





Joder, que alguien -quien sea que lea esto- me dé alguna idea de lo que debo hacer: Diego Fernández de Cevallos lleva varios minutos corriendo de un lado a otro en mi jardín. Tiene los ojos vendados, no trae camisa y lleva unos calzoncillos desgastados, sucios y agujerados, y las manos atadas a la espalda le dan un aire a una gallina enloquecida. Temo que tropiece y se lastime y me inculpen de complicidad, y lo peor de todo es que no tengo idea de qué hace aquí en mi casa.
       Viene a mi cabeza lo que platicaba con Tox en la mañana: él decía que una persona vanguardista y lúcida sabe que el crack no supera al arte y/o a la literatura; yo le insistí en que no fuera ingenuo, es bien sabido que la heroína es la madre de todos los estímulos y su efímero, voraz y destructivo consumo, deja muy atrás al amor verdadero y a la realización profesional y personal. Pero eso no tiene sentido ahora. Esta situación del Jefe Diego en mi jardín es como aquella vez que descubrí por qué los empleados de Gellato eran tan agradables y su helado tan sabroso. Pero eso no lo mencionaré en este momento, no voy a dejar perder su atención de lo que nerviosamente estoy escribiendo. Les contaré de algo relevante, de “Puyo”, mi collie border, del que –yo y Uriel-, en un confabulación casi psicótica, con frecuencia decimos que es mitad todo: mitad indígena, mitad soldado, mitad jamón serrano, mitad gitano, mitad procurador, mitad rabia. Tantas mitades dan varios enteros. Lo sé. Pero la lógica no es una de mis preocupaciones, eso se lo dejo a las personas que consideran que descubrir verdades, o -aún mejor- que desenmascarar mentiras, es un gran logro. Ya saben, de ésos que sienten que el mundo se derrumba si uno dice un comentario misógino o racista, como si los demás no tuvieran la capacidad de discriminar las ideas que no les calan y no pudieran servirse del bufete de posturas de lo que más les plazca.
Pero sin duda lo que a ustedes les interesa es el Jefe Diego, no este desvarío mío. Hace rato el político tropezó con un muro de piedra que está al fondo, junto a los rosales y al árbol de higos secos. Me acerqué despacio, lo levanté, lo llevé al comedor y lo senté en una silla de madera que tiene un desgastado y polvoriento cojín. Limpié su rostro, traté de comunicarme con él pero no paró de decir cosas sin sentido ni pareció escucharme, sin embargo no se movió de la silla como si así lo hubieran acostumbrado sus raptores. No le quité la venda porque me parece que lo mejor es que esté calmado. Aquí en casa no tengo teléfono; tardé en pagarlo y no lo han conectado, por lo tanto tampoco funciona el internet. Tengo la esperanza de que en cualquier momento del día lo reinstalen y entonces pueda hacer algunas llamadas o me conecte al chat y haga preguntas hipotéticas a mis contactos pidiéndoles consejo. Tampoco tengo saldo en el celular, pero si entrara alguna llamada tal vez contaría sobre el político. Y tal vez muchos lo sepan y otros lo imaginen, pero México es el país de los injustamente encarcelados y yo no quiero ir a parar a la cárcel por culpa de este señor, que, para serles honesto, siempre me ha causado cierta simpatía.
Esta no es la primera vez que me sucede algo extraño. Me pasan cosas raras todo el tiempo, como aquel día que descubrí uno de los secretos mejor guardados en la industria de las botargas. Desde niño imaginaba que aquellos personajes acolchados provenían de un mundo en donde tenían sus familias y congéneres, algo así como una ciudad de botargas de Miqui Mauses con sus pequeños Miqui Mausitos y su esposa Madam Maus, viviendo a un lado de una familia de doctores Simil, de Totoros o de un enorme azulejo con ojos y manos acolchonadas.
Hace un momento me acerqué al Jefe y noté que está débil, mal alimentado y tiene varias heridas, y sin embargo no para de repetir un discurso sobre reformas y de la necesidad de una clase dominante. Y disculpen ustedes por mi divagación, pero la verdad estoy perturbado y ansioso y he empezado a imaginar hipótesis sobre lo que podría sucederme si los secuestradores están cerca o nos rastrean y yo me encuentre a su merced, incapaz de hacer una llamada; tampoco quiero salir a la calle y dejar solo al viejo, no sin antes asegurarme de que no está a punto de sufrir un colapso. Luego sea la mala que me culpen de negligencia y hagan preguntas como: ¿Por qué no le dijo nada a sus vecinos o pidió ayuda? Y bueno, les hablaba de Puyo. Lo que pasa es que él, mi perro, es de una raza muy inquieta, y al parecer no debería de vivir en un suburbio católico-clasemediero como en el que me encuentro. Persigue niños, ancianos, sirvientas, se le encima a las señoras y babea los lujosos interiores de los autos que con tanto esfuerzo –y ni tanto- compró la gente de esta colonia; todo eso, y mis notables rasgos esquizoafectivos, más mis neurosis, me han llevado a aislarme y no sólo a no-convivir con los colonos sino a llevar una pésima relación con ellos. Por eso no podría contar con su ayuda.
Recosté al jefe Diego y lo tapé con la colchita en la que se duerme Puyo, que en un principio me vio con recelo pero que al parecer después comprendió la situación. Estuve tentado a quitarle la venda de los ojos (a Diego no a Puyo), pero todavía tiene ese semblante desquiciado y temo que grite o me ataque. Su fama de bravucón lo respalda, así que le di algo de agua y con voz firme le ordené que descansara.
Pero ya me desvié de nuevo. Contaba que no es la primera vez que me sucedía algo así de extraño, mencioné a las botargas y todavía tengo pendiente lo de los empleados de la Gellato, pero nada de eso era lo que quería contar. Sin ánimos de parecer el resguardador de uno de los grandes secretos de mi país, les advierto que contaré una historia que a muchos de ustedes interesa; es más, que estoy seguro le interesa a todos los mexicanos con capacidad mínima de razonar. Quizá lo haga motivado por el anonimato con el cual pienso publicar este texto, o quizá porque es algo que no me gustaría guardarme para siempre. Pero eso será en un rato. Me levanté asustado debido a un fuerte olor que provenía del sillón en el que acosté a Diego. Al principio pensé que el olor se debía a un trozo de excremento de perro pegado en mi zapato, o que Puyo o mi gato llamado Gata había ensuciado la alfombra. Luego recordé un capítulo de South Park donde decían que cuando una persona muere los esfínteres pierden fuerza y sale todo lo que esté en los intestinos. Preocupado, pensé que el ex senador había muerto en mi sala. Me levanté con prisa y al ver que el viejo no hacia ruidos y parecía no respirar, ligeramente lo moví para ver su espalda; los calzones no estaban manchados pero no me quise arriesgar, así que se los bajé. Nada, solo nalgas arrugadas y canosas que soltaron una espesa flatulencia. El jefe dio furiosos manotazos y comenzó a gritar: MEJOR MÁTENME, HIJOS DE LA CHINGADA; NO SABEN TODO LO QUE LE HE DADO A ESTE PAÍS. Me asusté, retrocedí y él se calmó al sentir la distancia que tomé. Se ve que tiene ganas de vivir y que no quiere tentar al destino, o de alguna manera olió mi miedo. Y es que a mí me molestó esa postura que tomaron muchos respecto a su secuestro. La gente suele ser incongruente. Festejan que el político que no les simpatiza -o tal vez se lo merezca- haya sido secuestrado, pero no pueden ver que ése es un síntoma de que nuestro país ha pasado a una lista muy reducida de las naciones más sometidas y hundidas por su delincuencia. Es como si un día alguien que trabaja en un empleo que detesta, se alegrara porque se murió el dueño de la empresa, aunque eso significara que va a quedarse sin trabajo... Bueno, fue un mal ejemplo, pero expone la incongruencia que quiero señalar. Como la ley Arizona. Esa ley sólo le incumbe a los que van a ser discriminados, no a nadie más. Aquí algún tarado de esos que no pueden dejar de intervenir y vomitar sus ideas en todas partes, como si éstas fueran las únicas que existen, diría: “Sí, pero hay otros perjudicados: los trabajadores que no tienen papeles y que van a buscar oportunidades y quieren tomar un poquito de lo que allá les sobra”. Y yo pienso: qué bien, pero gran parte de los que critican la ley Arizona y el maltrato que recibirán los inmigrantes ilegales, son iguales o peores: critican al gringo por no darle oportunidades a los extranjeros, sin ver que ellos tampoco dan nada a nadie, ni al mendigo que cruza en su camino o a la muchacha que trabaja de sirvienta en sus casas; cualquiera quiere cerrar sus colonias y poner bardas y mantener lejos a ésos que se les ve que el agua no llega todos los días a sus casas. “Es mejor prevenir que lamentar”, dicen las señoras a sus hijos malcriados y obesos, mientras le ponen el seguro a la puerta de sus camionetas al ver que se les acerca un vendedor de chicles. Y así de elitistas y desentendidos con los nuestros, criticamos al gringo. Si el Jefe me da alguna clase de premio o me gano su simpatía, le diré mis ideas, aunque sé que no hará nada; únicamente espero que no vaya a tomar represalias en contra mía por no haberlo liberado inmediatamente... Y el puerco-marrano de Slim no me reinstala el internet y la línea sigue muerta, así que ni para llamar a emergencias en caso de que suceda algo grave. Y yo continúo cada vez desvariando más en lo que escribo sin tener cuidado en la lógica de este texto. Me desvié demasiado del importante secreto que quería contarles.
Ahí va.
Hace varios meses, Miguel, uno de mis mejores amigos, llegó preocupado aquí a la casa. Yo esperaba que trajera alguna película pirata de esas que no se encuentran ni en el Videódromo de la Condesa o de La Casa del Cine, sin embargo en esa ocasión no traía más que una pegajosa temblorina, cara de preocupación y una pesadez que inundaba la misma sala en la que ahora duerme el Jefe. Me dijo que desde hace un par de días sabía algo no lo dejaba dormir. Sin darle vueltas, resulta que él trabajaba en un despacho de detectives privados. Sí, así de inverosímil como suena, sin embargo sí hay personas que se dedican a eso: a espiar. Pero dedicarse es una palabra muy grande para describir lo que en realidad hacen. La mayoría de los casos que llevan se trata de personas que en el fondo ya saben la verdad y nada más contratan el servicio para que les digan: “Sí, lo que usted sospecha es cierto”. Así que aquello casi siempre consiste en perder el tiempo por un par de meses y después decirle a los clientes lo que necesita que le confirmaran: madres que temen que sus hijos tengan un amorío homosexual, padres que quieren ver si su hija vomita o consume drogas a escondidas, esposas o esposos que quieren ver si su pareja goza más con el amante y si el(los) amante(s) la(s) tiene(n) más grande(s) o cuentan con un mejor y más joven trasero. Casi siempre es lo mismo. Así que el que dirige el despacho pone a unos cuantos muchachos a tomar algunas fotos, a seguir un par de veces al investigado y, si el cliente lo exige y consiente pagar más, a grabar algunas llamadas o tomar videos borrosos. Esto último suena como algo muy laborioso, pero en este país es fácil y de por sí no tiene que ser tanta la evidencia otorgada. La mayoría de las veces con darles la noticia y un par de pruebas que confirmen la terrible realidad, se ofuscan tanto que no exigen más. La cosa es que Miguel, hace más de un año, hizo un trabajito para el caso de los papás de la niña Paulette. El padre de la niña había contratado al despacho para saber los detalles de los romances que su esposa sostenía; las evidencias fueron claras, aquel hombre tomó tranquilo la noticia y lo último que se supo fue que de ahí decidió hacerse continuamente del servicio de prostitutas, o al menos eso me contó Miguel  y no tengo certeza de que eso fuera cierto. Meses después vino el escándalo de la hija desaparecida, el descubrimiento del cuerpo de la niña debajo del colchón, las investigaciones criminológicas y al final el controversial dictamen. Ya todos sabemos, bajo la insatisfacción de millones que esperaban algún culpable para hacer un linchamiento mediático, que se declaró que la muerte de la niña había sido un accidente y no un asesinato. Pasaron las semanas y Miguel, como todos, olvidó el caso, o al menos no lo tuvo tan presente hasta que lo mandaron a hacer otro trabajo de “espionaje” por la zona en la que vive la familia de la niña. Recordó que había dejado instalados varios micrófonos en ese departamento y que había uno en el cuarto de Paulette. Pero no era cualquier micrófono, este contaba con un chip capaz de grabar durante meses, y ya a nadie le interesaba recuperarlo. Una vez que al cliente se le da la factura de los servicios y paga, se da por perdido cualquier artilugio que se haya instalado a favor de la investigación. Es más práctico comprarlos de nuevo que ser detenidos por tratar de recobrarlos.
          A Miguel no le fue fácil recobrar el micrófono debido a toda el aura que dejó el escándalo. De por sí no sabía si se habría grabado algo relevante, pero consiguió volver a tenerlo en su poder.
        El reproductor que tienen para escuchar lo que contiene el chip es más sofisticado y puede dividir lo grabado en segmentos que representan días y horas. Con cálculos y mucha paciencia, Miguel llegó a la hora exacta en la que, según esto, había sucedido la muerte de la niña. No se escuchaba nada, así que movió un par de horas para atrás y para adelante, sin que se oyera otra cosa más que la simple y normal conversación de una casa cualquiera, hasta que al fin dio con el momento exacto en que realmente sucedió todo. Después de explicarme todo eso me preguntó si quería escuchar la grabación y yo lo pensé por un par de segundos. No por miedo ni porque me caracterice por ser muy prevenido, sino porque me pareció imposible creer que estuviese a punto de enterarme sobre lo que realmente había sucedido.
            Con la cabeza le dije que sí. Nos sentamos justo en el sillón en el que ahora entre sueños se pedorrea el jefe Diego, guardé silencio y puse la mayor atención que he puesto en mi vida.
          No pienso transcribirles los ruidos ni las palabras, porque esa no es mi especialidad y los dramas literarios se los dejo a los escritores, pero del casi absoluto silencio en el que apenas se distinguía movimiento, repentinamente se escucha a la niña forcejando. Casi de inmediato pide ayuda con una voz débil sin que nadie responda; calla, forcejea más y grita más fuerte llamando a su mamá. Mientras los ruidos revivían en mi mente la escena que sinceramente ya había imaginado, me invadió una tristeza grande que volvió pesada la  sangre de mi cara y extremidades, y al mismo tiempo me hizo pararme y caminar en círculos por la ansiedad. Con mi rostro le dejé notar a Miguel que ya no quería seguir escuchando, pero él insistió en que todavía faltaba lo importante. Pasaron unos segundos en los que se oía lo mismo y de repente ya era notario que la madre había entrado a la habitación y estaba cerca de la niña. Paulette se escuchaba exhausta pero no vencida. La mujer la oía pelear y en lugar de intervenir como debía, comenzó a hablarle con dulzura, diciéndole que ya iba a sacarla. La niña al parecer se confió y dejó de intentar salir. Volvió a decir “mamá” varias veces y la señora repitió que ya casi. Poco a poco la respiración de Paulette perdió fuerza, hasta que por fin se apagó. La madre lloró, poco al principio, pero repentinamente aumentó hasta lanzar un gemido desquiciado. Entonces insistí a Miguel en que le pusiera stop a la grabación.
        No voy a esforzarme por explicarles todo lo que sentí en ese momento, mis reacciones, mis temores, un dejo de rabia; Miguel fue a la cocina y tomó un chocolate caliente, sin preguntarme nada o hablar sobre el tema, y luego se fue diciendo un par de palabras que no entendí. De ahí nos vimos por accidente en un par de ocasiones y traté de comentar algo, pero no me dejó. A los dos meses me vinieron con la noticia de que Miguel se atragantó cenando tacos y ninguno en la taquería supo usar el procedimiento correcto para salvarlo. Y ni piensen en conspiraciones paranoicas, que a nadie más le dijo sobre lo sucedido; hasta después reflexioné que no nada más yo sabía lo sucedido, sino también la madre, pero ella no sabía de la evidencia, de la cual no tengo la menor idea de dónde la haya dejado Miguel.

El Jefe se escucha más congruente, pidió más comida y lo tapé con mejores colchas. Puyo se acostó a su lado y el Jefe lo acariciá. Mostró una voz amable y agradecida cuando lo alimenté -el Jefe, no Puyo-. Me dispongo a salir de casa y colgar este texto en algún blog. Le dije al viejo que saldría pero que esté tranquilo, que pronto estará mucho mejor. Compraré un helado en Gellato, con los empleados que, debajo de sus chalecos abultados, alguna vez pude entrever algunas plumas finas y blancas como la luz de los focos fríos. Me viene a la mente ese día en que un Miqui Maus regañaba a un pequeño Miqui Mausito que de inmediato se escondió al ver que yo observaba con mucho cuidado el material del que están hechos. Ellos y su ciudad. Luego vendrán más respuestas sobre lo que debe hacerse, hacerse con Puyo, con el recuerdo de Miguel, con mi vida… con el Jefe Diego, con este país. Respuestas, porque, después de todo, ¿no es eso lo que todos hemos estado esperando todo este tiempo?